domingo, 22 de enero de 2012

AÑO 40 ANTES DE GOOGLE. José Ovejero


Reflexiones deshilvanadas de J.O., nacido el año 40 a. G.

Mis padres tenían una máquina de escribir, una Olivetti probablemente barata –no éramos precisamente ricos- y quizá por eso no siento ninguna nostalgia de ella. No podría añorar, como he escuchado a algún escritor, esas maravillosas Remington o Adler cuyas teclas al parecer había que pulsar como trámite ineludible para convertirse en un escritor de verdad.
En realidad añoro pocas cosas. El pasado no es un lugar en el que me gustaría habitar. Vivir en un mundo vintage no es para mí. Tirar a la basura o reciclar, pero no coleccionar retazos de una vida, guardados en vitrinas, que hay que desempolvar continuamente. Siempre me llama la atención leer a algunos escritores que se empeñan en contar sus aventuras de la época del acné, idealizando diversiones y dramas, relatando lo atrevidos que eran ellos o su banda, lo intensamente que vivían. Por resumir mi postura al respecto: la adolescencia fue la peor etapa de mi vida, y sospecho que a la mayoría le sucede lo mismo por mucho que algunos intenten adornarla.
Cuando eres adolescente no sólo no sabes quién eres, tampoco estás seguro de quién quieres ser, y para que nadie note que eres una cáscara vacía te disfrazas con un montón de poses que pides prestadas a los más mayores.
¿De qué voy a sentir nostalgia, de haber ido  a un colegio del Opus Dei, el único colegio en barrio obrero de dicha secta? ¿De que me amenazasen continuamente con las penas del infierno, de que, como era un colegio sólo de chicos –entre santa y santo pared de cal y canto, escribió Monseñor- me arruinasen parcialmente el descubrimiento de la sexualidad, ensuciándolo con sus fantasías? Mis profesores hablaban de las mujeres en los términos más despectivos; con auténtica obsesión nos interrogaban sobre tocamientos y deseos; arrancaban los carteles de chicas –ligeras de ropa, como decían entonces aquellos idiotas, pero solo eso- con los que adornábamos la clase. Y por supuesto enseguida se corría la voz de cuál de aquellos profesores era necesario evitar porque metía mano.
Los últimos coletazos del franquismo que me tocó vivir tampoco son como para despertar nostalgia. Alguna vez he pensado que si escribiese una novela de ciencia ficción la ambientaría a principios de los años setenta en España. Porque estoy convencido de haber pasado mi niñez rodeado de alienígenas. Parecían humanos, pero eran como los extraterrestres de La invasión de los ladrones de cuerpos. Ocupaban identidades que no eran las suyas. Recuerdo que muy de niño tenía alucinaciones: veía personajes amenazadores que me abordaban por la calle y yo sabía que querían hacerme algún daño, y que no eran lo que parecían, que en cualquier momento se quitarían la máscara humana y revelarían su auténtico ser. A lo mejor no alucinaba sino que estaba viendo la verdad, que mi cerebro de niño descubría el peligro oculto tras las grises apariencias en esa España que ya no era en blanco y negro pero se había encastillado en el beige y el marrón.
No, no tengo nostalgia del pasado. Una amiga me dice que tengo nostalgia del presente, que es una idea muy bonita aunque de esas que nunca acabaré de entender del todo.
Tengo amigos que se están haciendo viejos, los muy idiotas, y hablan mal de los jóvenes de hoy –lo juro, he descubierto a más de uno haciendo eso que hace veinte o treinta años nos habría parecido tan imbécil-. Dicen que los jóvenes no tienen ideales, que sólo piensan en lo material, cuando piensan. Que no saben escribir, que no leen, que ni siquiera tienen vicios... Yo sí tenía vicios: en mi colegio se podía fumar en clase a partir de los quince años; ¡qué gran época de libertad, el franquismo! Cuando oigo la monserga de los ideales siempre comento que los nazis tenían ideales, con la esperanza de que ahí terminen tan absurdas disquisiciones; y de verdad que alguno me ha respondido que mejor eso que vivir sin ideales. Impresionante, cómo se seca el cerebro con la edad. A decir verdad, no recuerdo a mis compañeros de colegio como muy lectores ni pletóricos de ideales. Serían también alienígenas.
No echo de menos ni las bibliotecas, ni el olor de los libros. Esa es otra que se oye a menudo cuando se habla del libro electrónico o de leer en pantalla. “Pero y el tacto del papel, el olor de los libros...” ¿De qué siglo viene esta gente? ¿De cuando se encuadernaba en cuero y el papel no era esa basura industrial que apesta a blanqueadores y disolventes? A mí me da igual que desaparezcan los libros, que toda la biblioteca de Alejandría la metan en un chip. Me costará acostumbrarme, porque nuestros gustos y nuestras opiniones suelen ser consecuencia del hábito, pero ya me iré haciendo nuevos gustos, iré encontrando otros placeres.
Claro que hay momentos en los que recuerdo con afecto alguna costumbre, algún icono, alguna referencia de mi pasado: cuando veo Mad Men me acuerdo de Yo, Claudio; me gustaba que la gente preguntara a un desconocido por tal o cual dirección en lugar de consultarla en el GPS; me acuerdo de lo que sentí la primera vez que tuve en mis manos un LP de Janis Joplin. Pero confío, cuando me llegue el momento, en no confundir mi propia decadencia con la del mundo, error en el que caen tantos ancianos.

No siento ninguna simpatía por Google, lobo o más bien tiburón con piel de oveja, ni de la realidad global que simboliza pero me alegro de vivir en esta era y no en otra. Y tampoco es que sea un creyente en el progreso, solo creo que el pasado casi nunca fue mejor. Me interesa el pasado para conocerlo, el presente para vivirlo; la reminiscencia es un vicio venial cuando se practica en solitario, pero en grupo se vuelve enseguida perverso. No sé cómo será el futuro; salvo por la curiosidad intelectual -¿habrá coches en las calles, se seguirán celebrando elecciones?- solo me interesa de verdad la minúscula parcela del futuro en la que puedo influir desde el presente. Sí, lo confieso, a veces sueño con la posteridad pero, como gritó alguien que no recuerdo, ¡quiero la posteridad y la quiero ahora!

JOSÉ OVEJERO 

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