jueves, 1 de marzo de 2012

BRUGUERA / EL TRANSISTOR. Juanjo Barral

BRUGUERA



Al leer la noticia de que la editorial Bruguera tenía los libros contados, tras un siglo de entregas, me acordé de Antón.

Recordé en concreto una mañana soleada, a mediados de los ochenta, en la calle Altamirano, cuando apareció con un ejemplar de “La insoportable levedad del ser”, de Milan Kundera, y tres o cuatro novedades de Anagrama. Antón mangaba libros en El Corte Inglés y los pulía en la zona a mitad de precio.

Así fue como muchos de nosotros descubrimos a Truman Capote, a Dürrenmantt. Gracias a Antón había yonquis que leían a Patricia Highsmith. En El Garage Hermético, entre cervezas y canciones de The Clash, discutíamos sobre los beat con colegas adictos como Burroughs.

Aparte de su destreza en el hurto, el caso de Antón resultaba particularmente singular porque aceptaba encargos, de tal modo que podías pedirle la última de Tom Sharpe, que sin problema, o “Dinero” de Martin Amis. Como estuviese disponible en la estantería, te la conseguía al día siguiente.

Han pasado los años y no he vuelto a verle. Tengo entendido que se instaló en Marruecos hace tiempo y que le va bien. Quizá le salvó la literatura. Muchos de su quinta dejaron la vida en manos de la heroína. Para siempre.

Todos en la zona le llamábamos Antón Bruguera.



EL TRANSISTOR




Tendría diez años cuando unos vecinos que volvían de un viaje a Canarias nos trajeron unos pequeños transistores que les habían encargado mis padres. Uno de ellos me correspondió, y con él bajo la almohada empecé a quedarme dormido, prácticamente a diario, escuchando el programa de deportes.

(Aquel transistor aguantó una pila de años.
Y nunca se estropeó.
Muchas noches me despertaba una hora después de conciliar el sueño y lo apagaba.
Los goles diferidos seguían entrando en las porterías mientras ambos dormíamos.)

Tiempo después, con 19 años y ciento veinte mil pesetas ahorradas tras dos meses trabajando en una confitería de Ribadesella, me fui por primera vez a Londres. Con la libra por las nubes, el dinero voló. Así que tuve que buscar un empleo. Lo encontré a los pocos días en un hotel en Belgravia haciendo camas y sirviendo desayunos en habitaciones de lujo a diplomáticos italianos y famosos cantantes de reggae. Nada más cobrar las cuarenta libras de la primera semana laboral me compré el único walkman que he tenido. A principios de los ochenta era difícil conseguir uno bueno. Ellos eran caros y nosotros pobres.

La segunda vez que fui a Londres, a trabajar durante las navidades de 1982 en un restaurante en Wimbledon, me lo llevé. Con una única cinta. También las cintas eran caras y poca gente tenía discos para llenarlas. En una cara había grabado el primer álbum de Los Ilegales. En la otra el “New Gold Dream” de Simple Minds.
Un walkman. Una cinta. Dos álbumes. Los escuché bien.

Ahora tengo 27 años más. Y acabo de heredar un cd walkman que le regalaron hace varios años a mi hija. Tendría ella 12 por entonces. Llevaba unos meses inutilizado. Mi hija atesora prácticamente un ejemplar de cada uno de los avances tecnológicos capaces de reproducir música que se han inventado en los últimos 17 años. Normal. Acabo de comprobar que sólo había que ponerle pilas. Y funciona. Perfectamente. Me ha hecho feliz. No deja de tener gracia, por cierto, que un padre herede de su hija.

El 30 de octubre de 2010 Sony anunció que dejaba de fabricar los walkman.

JUANJO BARRAL

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