miércoles, 1 de febrero de 2012

ZENÓN DE ELEA. Miguel Serrano Larraz


De las aporías de Zenón de Elea, la más célebre es la de Aquiles y la tortuga, que yo descubrí, como tantos otros, leyendo a Borges, y por tanto al borde de la sospecha. Después esa sospecha remitió con otras, por ejemplo la posibilidad de que existiera un libro de Aristóteles titulado Metafísica, pero Zenón, en todo caso, no dejaba de ser una alucinación sensitiva, una imposibilidad, un vacío indivisible, como el propio movimiento.
Me recuerdo, a los trece años, copiando párrafos de una enciclopedia para un trabajo del colegio, tratando de conseguir que la letra fuera inteligible (el mensaje, el texto, sólo era un soporte). Siguiendo las líneas con un dedo, tratando de no saltarme ninguna línea.
No podemos llegar a ninguna parte. Para cruzar la carretera, antes hay que recorrer la mitad del trayecto, y antes de eso la mitad de la mitad, y así hasta el infinito. Infinitos puntos del espacio, que no pueden cubrirse en un tiempo finito. El movimiento es una falacia, un espejismo.
Se ha dicho muchas veces, pero tal vez haya que repetirlo. No vivimos en la época de la inmediatez, sino en la época de la posposición visual de lo inmediato. Nos hemos convertido en cámaras digitales ambulantes, en encuadres intercambiables, y sacrificamos el instante en favor de una posterioridad inmediata (y vacía) que deja de ser inmediata porque es posterior. Miramos, registramos, pero poco más. Por suerte, cada vez hay menos bodas.
Todo esto está relacionado, por supuesto, con otra de las aporías de Zenón, la aporía de la flecha.
La literatura ya no crea discurso, el texto impreso sólo es una excusa para los blogs, para los tweets, para los perfiles de Facebook. El discurso se crea en otra parte, en lugares inestables, cuya permanencia ponemos en duda. Mañana podría desaparecer todo esto, toda esta luminosidad, todos estos vínculos.
Durante muchos años me negué a tener teléfono móvil. Algunos amigos se reían de mí, seguramente con razón. No quería tener móvil porque había discutido con una novia que sí tenía uno, y yo estaba empeñado en creer que el móvil era un capricho de niños pijos, un objeto inútil y, en cierto modo, una renuncia; el móvil (la idea de teléfono móvil) se llenó de resentimiento de clase, y me resultaba muy difícil echarme atrás. Desplazamiento del rencor, reconfiguración de la realidad sentimental, reinicio.
Después tuve un móvil, heredado, desechado por mi hermano, que carecía de autonomía. Si se desconectaba, si dejaba de cargarse, si no estaba unido a la corriente eléctrica, dejaba de funcionar. Era un móvil de tarjeta, con unas tarifas extraordinarias. Un “móvil inmóvil”, como decían algunos amigos, que tenía “lo peor de cada opción”. Un aparato enorme, ridículo, que ocupó el centro de años felices en un subsuelo.
Una chica me regaló un móvil. Yo trabajaba entonces en unos grandes almacenes. No respondía nunca a sus llamadas, las de esta chica, porque tenía la excusa de la inmovilidad de mi teléfono, y entonces un día apareció en mi puesto de trabajo con una caja que contenía un móvil nuevo. Quien te regala un teléfono te regala la obligación de responder a sus llamadas.
Borges, la idea de la literatura de Borges, se ha hecho casi imposible. La gente cree que todo puede consultarse.
Las cartas. Las cartas que envié en mi adolescencia. Somos la última generación que ha escrito cartas, que ha enviado cartas a amigos que vivían en otras ciudades, somos la última generación que ha esperado una respuesta. No nos llamábamos por teléfono, no chateábamos, nos veíamos de verano en verano. Mientras tanto: cartas. En las cartas, la idea de desplazamiento, una vez más: “para cuando leas esto…” La caligrafía de los amigos, los dibujos en el sobre, una civilización epistolar que se ha hundido con nosotros.
En cuanto al teléfono que me regaló aquella chica, lo devolví en los grandes almacenes en los que lo había comprado (¡los mismos en los que trabajaba yo!), aprovechando mi condición de empleado, y con el dinero compré libros, aunque soy incapaz de recordar qué libros. Ella, por su parte, la chica, desapareció por completo de mi vida.
La vergüenza de haber llorado escribiendo correos electrónicos desde la sala de ordenadores de la facultad en la que estudiaba entonces, en 1998 o 1999, la Facultad de Ciencias de la Universidad de Zaragoza.
Una generación que se masturbó con cintas de vídeo de películas que no eran películas pornográficas. Mis trece años, El cartero siempre llama dos veces, Jessica Lange.
En la aporía de Zenón, una flecha lanzada. Nos dice Zenón que la flecha, en cada instante, está en reposo. Difícil dudarlo. Nada se mueve en las fotografías, la imagen detenida es un vacíado de sentido. De modo que la flecha (una flecha fotografiada, por ejemplo, pospuesta) está en reposo en todos los instantes, en los infinitos instantes de su existencia de flecha. Es decir, la flecha está siempre en reposo. La flecha no se mueve. La sensación de mi vida es ésa misma, ningún movimiento, nada ha sucedido, todo se encadena en la nada. Por eso no puedo hablar de progreso, ni de historia. Toda mi vida está sucediendo ahora.
Pienso en que mi madre conocía las voces y los nombres de todos mis amigos (yo conocía también los nombres de las madres de mis amigos, y de algunas abuelas) y me entran unas ganas irresistibles de llorar.
Pienso en las revistas pornográficas de los comienzos de los años noventa y se me pone un nudo en la garganta.
Pienso en la enciclopedia Larousse, en los niños que copiábamos las entradas para un trabajo del colegio, y todo a mi alrededor se nubla y tiembla.
Pienso en Borges y me entran ganas de llorar, de agradecimiento, de alegría, de miedo. Ganas de llorar por todo lo perdido, nuestra infancia, nuestro presente que se pospone constantemente a sí mismo. Ganas de llorar por nuestra vida, flecha en reposo, veneno sin objetivo, lejos todavía de la diana y del centro, el último verano en que nos tumbamos sobre la toalla húmeda, y llena de arena o de cloro, de la vida.

MIGUEL SERRANO LARRAZ

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