viernes, 3 de febrero de 2012

TRES SIN INTERNET. Eduardo Laporte. Ilustraciones de Javier Muñoz.

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Toco la guitarra, una pieza que creo que se llama el chorus de Villalobos, y pienso en que no estaría de más ponerme con el encargo de Patxi Irurzun, ese escritor, tímido él, que sólo conozco por internet. También por haber leído dos libros adictivos libros suyos, Atrapados en el paraíso y Ajuste de cuentos. Así que lo conozco por sus libros, que es un tipo de conocimiento digamos que virtual, como el que tenemos con muchos de nuestros contactos en las redes sociales. Un tipo de relación asimétrica que existe desde los inicios de la literatura, allá por Homero o antes incluso.

Pero no hablamos de ese tipo de conocimiento, algo fantasmal, del lector con el autor, sino del encargo Patxi Irurzun, La vida A. G. (antes de Google), que he recordado al tocar el chorus de Villalobos, una obra que me enseñó el profesor Joaquín Zabalza (1932-2005), ex de los míticos Iruña'ko.
Un verano de principios de los noventa, finales de julio, sentí el aguijón del aburrimiento. Un aburrimiento que, en veranos anteriores, abandonada ya definitivamente la infancia, me había dejado un peligroso regusto en el cuerpo. La apatía comenzaba a trepar por mi cuerpo, como una hiedra mal intencionada. Había que hacer algo. Tenía una guitarra, pero no sabía tocarla, ni siquiera afinarla, y me puse a buscar en Diario de Navarra, sección Enseñanza, un anuncio.

No sabía qué podía encontrar, probablemente una profesora de catequesis que, en verano, con un calendario cristiano más laxo, se dedicaba a recaudar unas pesetillas enseñando canciones de parroquia. “Se dan clases de guitarra. Teléfono 21----”. El número, al menos, parecía de confianza. (Siempre preferí, por cierto, los 21, 22 y 23, que los 26 o 27, por no hablar de los que vinieron más tarde, los 17, de una modernez insoportable. Estaba muy orgulloso de nuestro 22, que nos confería el título de habitantes de la Pamplona nuclear, la que rodeaba a los antiguos burgos, a las verdaderas esencias.)

Me contestó un tipo que imponía cierto respeto, pero del bueno. Serio pero cercano, me tranquilizó. Al día siguiente era ya uno de los alumnos de aquella fantástica buhardilla de la calle Mayor, 54, faro de la gloria que los Iruña'ko llegaron a conocer en todas sus formas.

Di con Joaquín Zabalza, el mejor profesor de guitarra que uno podía imaginar, de un modo casi dadaístico. Un anuncio por palabras, pocas palabras, era toda la información que se manejaba, en la vida antes de Google.



2





Cuando no existía Google, ni internet, tampoco había correo electrónico, Messenger ni Facebook. No disfrute, por tanto, de una adolescencia con doble vida, esa doble vida que nos hemos ido creando, muchos de nosotros, gracias o desgracias a la Red. Me pregunto si habría tenido más amigas, o mejores, y si me habría atrevido a ligar, entonces. Seguramente sí. Qué fácil es hoy decir: “Te apetece que tomemos un café?”, por cualquiera de los dispositivos sociovirtuales que nos ofrece  internet. Luego hay que dar la cara, eso sí, si uno quiere expulsar al hikikomori que empieza a instalarse en su cuarto.
Antes de Google, se hacía más difícil dar ese primer paso, y también era más jodido poner excusas. Hoy es sencillo inventarse cualquier cosa, vía mail o mensajito del FB. Pero antes no, antes te llamaban a casa y había que dar la cara, ni siquiera sabías quién estaba al otro lado, como con los móviles actuales. En los noventa, sonaba el ring y ahí te jodías. Era una ruleta rusa en la sólo cabía el recurso del “Di que no estoy”, si descolgaba uno de tus hermanos. Pero si te decidías a coger tú mismo el aparato, enfrentándote al riesgo de encontrarte a aquel amigo Plómez, no era raro que, en efecto, dieras con él. Y los seres que entonces teníamos poca personalidad, no sabíamos decir que no y acabábamos embaucados en tal plan, pese que en realidad nos apetecía jugar en casa a la NES o fumar pitillos en el retrete.

Tenía un grupete de amigos que se pusieron un poco pesados conmigo. Mi perfil era bajo en el colegio pero, por alguna extraña razón, yo les caía bien, bastante bien. Uno de ellos la tomó conmigo y me llamaba casi cada tarde para proponerme plan. Y yo quería mi aire, mi espacio. (Ahora que ya no soy un niño, veo que pasé buena parte de la infancia contemplando, mirando por una especie de ventanilla del coche a todas horas. Los amigos estaban bien, pero prefería mirar, que no me molestaran mucho.)

Un fin de semana, hasta las narices de inventarme excusas y de esgrimir melifluos noes, que me dejaban mal sabor de boca, se me ocurrió una idea. Un recurso tecnológico precario y de dudosa efectividad, con el que me adelanté al cómodo género de la excusa virtual, que se popularizaría una década más tarde. Era aquel tiempo insípido de la adolescencia en que uno aún no bebe, no liga, como mucho se masturba, y además se encuentra con que la infancia y sus caricias han terminado. Esa adolescencia temprana es como una madurez abstemia, no es fácil. Tardes de invierno en la tienda de chucherías, pasando las horas. Tenían algo de deprimente. A veces nos metíamos en Xalem, la librería que había en el Pasaje de la Luna, y hojeábamos cómics. Recuerdo un libro con niños desnudos, dándose besos, en actitud extrañamente erótica. 

Con el radiocasete que usaba para cargar mi antiguo Spectrum 48k (Load-comillas-comillas-enter play), me dispuse a grabar la que sería la excusa perfecta. Tan sólo tendría que descolgar el teléfono y apretar el Play. Claro que mi discurso era limitado y no permitía réplica, respuesta o cualquier tipo de feed back. Me daba igual.

Procedí. Tuve que hacer dos tomas, porque al principio la voz salía poco natural. Quedó algo escueto, pero certero. Cordial, con un punto de disculpa en la entonación, y levemente tajante, para no dar opción al diálogo.

Llamaron, eran ellos. Nervios. Escuché las voces y acto seguido coloqué el auricular junto al altavoz del radiocasete. Lo definiría como ortopédico, una excusa ortopédica, torpe. Obviamente, no supe qué escucharon al otro lado, si aquello les resultó convincente, si descubrieron el truco. No volvieron a llamar en todo el fin de semana, por lo que parece que surtió efecto. Y dudo que imaginaran que su amigo era capaz de una cosa así, porque nadie lo comentó nunca, en aquel tiempo en que no había internet. 


3





Cuando no existía internet, nos relacionábamos con el mundo, con la gente, de un modo distinto. Con la vida, de un modo distinto. Internet ha cambiado nuestras vida como jamás nunca cambió un invento a alguien. Nadie folló más por Gutemberg. Nadie ganó tanto dinero sin salir de casa con la rueda. Nadie se encumbró tan rápido y modificó tanto los hábitos sociales de millones de personas con un simple programa, como ha hecho Mark Zuckerberg con su red social. Ningún invento llegó a alterar tanto la vida de la gente, y a plantarle cara, hasta doblegar, a la todopoderosa, verdadero opio del pueblo, televisión.
Internet ha modificado todo, incluso los hábitos masturbatorios de los hombres. Facilitó el acceso al material erótico, aunque también restó épica. Bueno, recuerdo descargarme algunas fotos de corte erótico desde el CTI (Centro Tecnológico e Informático) de la facultad de Comunicación de la universidad del Opus Dei en que estudié. Era cosa tensa, porque uno intuía, sin ir desencaminado, que una suerte de Gran Hermano controlaba todos nuestros movimientos. De hecho, la mayoría de aquel internet al que todavía se le podían poner puertas, no como al campo, estaba controlado. Y muchas de las páginas con chicas en bolas tenían el acceso cortado, escudo de la Universidad de Navarra mediante, que te hacía sentirte mal y guarro. Pero, já, conseguimos burlar esas fronteras censoras y contemplar aquel nuevo espectáculo de la carne, desnuda y pixelada, que se nos ofrecía.

Hasta entonces, había que dar la cara, nuestra adolescente cara, ante el tío del quiosco, o el de la tienda de revistas. Había una detrás del Ayuntamiento que era todo oferta, y de cara a la galería, qué desfachatez. O el quiosco del Bosquecillo, cuya trasera era todo un monumento a la pornografía impresa. Había revistas con tipos muy peludos con bigote, y daba cosa comprar una de porno duro, así que optábamos con historias más soft como la MAN o la Interviú. Había que armarse de valor, templar la voz, y pedir una de esas y, ya de paso, el Diario de Navarra, para demostrar que uno se interesaba, además de por las tetas de Marta Sánchez, por la actualidad hiperlocal. Servía, además, para camuflar el peliagudo trayecto de vuelta a casa, en que uno rezaba para no encontrarse con tías o clientas de la tienda familiar, que harían a buen seguro preguntas incómodas.
Recuerdo la primera vagina que vi, en primer plano y en formato impreso. Fue en una Penthouse de don Vecino, que hurtamos mi amigo Bernie y yo. Aquello era una materia insondable, un universo lleno de matices, recovecos, conductos, agujeros, complejidades. Y pelos, pero unos pelos, paradojas del instinto, que no daban repelús sino que apetecía incluso meterse en la boca, como el más jugoso sándwich de Nocilla. No tendría ni diez años, pero aquella visión me estimuló y adiviné que el futuro, cuando llegara, la vida adulta, aportaría incertidumbres pero también admirables y suculentas vaginas a nuestra disposición.

La vida antes de Google era quizá más palpable que la de ahora, cada vez más abstracta y acotada a una pantalla. No sé cuál mejor. Hoy nos apoyamos en esas pantallas, pasamos horas y horas en ellas, tras ellas, y quizá buscamos en esa otra vida lo que no encontramos en la real. O quizá esa otra vida nos sirva para subrayar la real, y para fijarla en algún sitio, por mutable que sea internet.  Podría decir que echo de menos la vida antes de Google, pero sería mentira. Esta, llena de máquinas y botoncitos por todas partes, me parece más humana.


EDUARDO LAPORTE
BLOG DEL AUTOR: El naúgrafo digital

1 comentario:

  1. Eduardo y yo ya nos conocemos, no solo por internet, hemos vuelto a los viejos hábitos, vernos las caras, tomar cervezas. Bueno, solo nos hemos visto una vez, cuando presenté Dios nunca reza en Tipos Infames, pero ya sabemos que tomaremos más cervezas en más ocasiones. El desfase del texto es cosa mía que me ha costado más de un año echar a andar esta resurección de Borraska.

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