Fue una película que vio todo el mundo menos yo, mis padres no me dejaron. En la tele la anunciaron con bastante anterioridad y todos los chavales estábamos entusiasmados con la idea de visionarla. En el colegio, en la calle, en todos los sitios, no hablábamos de otra cosa que no fuera de la película King Kong. Me refiero a la original de 1933, dirigida por Merian C. Cooper & Ernest B. Schoedsack. Claro que en aquellos tiempos -principios de los setenta- tampoco había otras versiones.
- ¿La verás, no?
- Pues claro. No me la pienso perder por nada del mundo.
- Espero que no tenga rombos, mis padres no me dejarían verla.
- Me da lo mismo que tenga o no tenga, a mí me dejan ver todas las pelis.
La verdad era que a mí tampoco me dejaban ver las que llevaban dos rombos pero por fardar que no fuese. Por aquel entonces la clasificación de películas estaba dividida en tres clases: las de todos los públicos, que no llevaban ningún rombo. Las de mayores de catorce años o menores acompañados de sus tutores, a esas le ponían un rombo. Y finalmente estaban las de dos rombos, que eran para mayores de dieciocho años.
- He oído decir que la chica sale casi desnuda.
- ¿De verdad?
Si realmente la chica salía de esa guisa era muy probable que le pusieran los dos rombos y yo me quedaría sin verla.
- Lo que oyes… Y el gorila mide más de cien metros.
Con ansiedad contábamos los días que quedaban para emisión de la película y según se acercaba la fecha nos íbamos excitando más y más. En los recreos todos jugábamos a ser aventureros con la peligrosa misión de adentrarnos en tierras inhóspitas y capturar al gran mono. Antes de dormir, y sabedor de que mi hermana después no podría conciliar el sueño, yo le contaba terroríficas historias donde el protagonista era atacado por un inmenso y demoledor gorila.
Por fin llegó el día que iban a poner la película en la televisión. Esa mañana en el colegio nadie prestó atención a la lección, todos comentábamos por lo bajinis temas relacionados con King Kong y nos pasábamos notas unos a otros, cuando la profesora no estaba atenta.
- Esta noche a las diez.
- ¡Sí, por fin!
- ¿Sabes que King Kong todos los días se traga diez negros para desayunar?...
En casa, mientras comíamos me armé de valor y les pregunté a mis padres.
- ¿Me dejareis ver la película de esta noche?
- Según los rombos que tenga - contestó mi madre.
- Pero es que es la de King Kong y la van a ver todos los niños del colegio.
- Me da igual lo que hagan los demás. Si tiene rombos no la ves.
- Pero…
- Ya has oído a tu madre - sentenció mi padre poniendo fin a la conversación.
Rogué al cielo para que la película no tuviese rombos. Tuve un mal presentimiento. El miedo empezó a subirme por los tobillos y fue recorriendo todo mi cuerpo, concentrándose sobre todo en el estomago. Durante las clases de por la tarde el miedo siguió fluyendo por mis venas y mientras los demás se mantenían entusiasmados por la inmediatez de la película yo permanecía callado, apretándome la tripa con las manos.
Mientras cenábamos saqué de nuevo el tema:
- Por favor, dejadme ver la película de esta noche.
- ¿Qué te he dicho mientras comíamos?
- Os prometo que si me dejáis verla me portaré bien y obedeceré en todo lo que me mandéis.
- Termínate lo que hay en el plato y déjanos cenar en paz.
- Pero, mamá…
- Haz lo que dice tu madre si no quieres irte a la cama ahora mismo - sentenció mi padre poniendo fin a la conversación.
Después de cenar tuve que encerrarme en el váter. Tenía el estomago tan revuelto que no me quedó otro remedio que vomitar. Traté de hacerlo en silencio, para que mis padres no se enterasen. No quería darles ningún motivo que les sirviera de excusa para mandarme a la cama. La hora siguiente se me hizo eterna. Los nervios seguían agarrados a mi tripa y en varias ocasiones tuve que reprimirme para no comerme las uñas. A las nueve de la noche mandaron a mi hermana pequeña a la cama. No quería irse alegando que si yo me quedaba ella también. Temí que nos mandasen a dormir a los dos, y deseé agarrarla por el cuello y estrangularla. Afortunadamente mi madre la convenció con la promesa de contarle un cuento y permanecer con ella hasta que se quedase dormida. Respiré aliviado, aunque sabía que no las tenía todas conmigo. Mi padre y yo seguimos viendo las noticias. Lo peor llegó después del Telediario. Solo quedaba media hora para el comienzo de la película y a mí no me cabían más nervios en el cuerpo. A las diez menos diez, mi madre regresó al salón. Mi hermana se había dormido.
- Como tenga dos rombos te vas directo a la cama.
- Pero…
- No hay peros que valgan.
- La van a ver todos menos yo.
- No contestes a tu madre o te vas a la cama ahora mismo - mi padre poniendo fin a la conversación.
¿Cuánto faltaba? tres minutos. O empezaba ya o a mí me iba a dar un ataque. Volví a suplicarle al cielo, rogándole a Dios, a La Virgen, a Jesucristo, a todos los santos, que la película no tuviera dos rombos.
Por fin llego la hora. Yo estaba tan nervioso que apenas podía respirar. Ahí estaban los títulos de crédito y por el momento no habían aparecido los temidos rombos. Todo iba bien. De hecho empecé a creer en la posibilidad de poder ver la película. La banda sonora que acompañaba esos primeros fotogramas ya me estaba trasladando a tierras extrañas, cuando arriba, en el costado derecho de la pantalla, aparecieron los dos rombos. El mundo se me vino abajo. Supliqué, imploré, pataleé, refunfuñé… Nada. No hubo forma de convencer a mis padres. Insistí y volví a insistir. Cuando barrunté que estaba a punto de ganarme un guantazo me rendí y me fui a la cama. Estaba indignado y mis progenitores me parecieron las personas más despreciables del planeta. Si en esos momentos hubiese tenido la oportunidad de explosionar todo el universo, hubiera apretado el botón sin ningún miramiento.
A la mañana siguiente me levanté con dolor de cabeza debido a que no había dormido bien. Recordaba algunos retazos de pesadillas relacionadas con historias de cortadores de cabezas y gorilas asesinos. Durante el desayuno no me dirigí en ningún momento a mis padres y mantuve todo el rato el ceño fruncido para dar a entender que estaba muy, pero que muy enfadado. Tampoco les dije nada cuando salí de casa para ir al colegio y además les privé del beso de despedida. De camino me reuní con Jesús y José.
- ¿Viste la peli? - me preguntaron nada más verme.
- ¿Y vosotros? - respondí a la gallega.
- Sííííí - al unísono.
¡Mierda puta! Estaba claro que el único pringado que no la había visto era yo.
- ¿Y tú? - insistió Jesús con los ojos muy abiertos y una sonrisa de oreja a oreja.
- Pues claro. No me la hubiera perdido por nada del mundo.
No podía permitir que mis amigos supieran la verdad. Me habrían tomado por estúpido y se hubieran reído de mí.
- Lo mejor fue cuando King Kong luchó con el dinosaurio.
Yo asentí con la cabeza, dándoles la razón. La envidia me corroía por dentro. Saber que también salían dinosaurios y no haber podido verlos fue muy duro de encajar. Odié a mis padres por no haberme dejado ver la película, pero sobre todo los odié por quitarme el gustazo de comentarla con mis amigos.
® PEPE PEREZA
BLOG DEL AUTOR: ASPEREZAS
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