viernes, 17 de febrero de 2012

DOS DUROS. Esteban Gutiérrez 'Baco'



 Dos duros dan para mucho: para dos chocolatinas, gominolas, supositorios y pastillas de leche de burra; para diez sobres de cromos de la liga de fútbol; para cinco canicas “mármol” o diez de cristal. También podía comerme un bollo de azúcar por la tarde y otro la mañana del domingo. Me imaginaba con el taco de cromos en el bolsillo, haciendo paquete, y la expresión de asombro del Cuki y del Chino: “¡Pero tío, cómo te lo montas!”, o mirándome con envidia el bigote lleno de pepitas brillantes de azúcar. Mamá daría voces y me preguntaría de dónde han salido las bolas o las chucherías o los cromos.
 Subía la loma de Despeñaperros y el Chicharra se tiraba con la moto a tumba abierta. Le veía dibujar esa sonrisa loca de suicida cada vez que hacía un caballito y saltaba por encima de los montones dirección al terraplén. La Derby Lobito estaba hecha una birria con todo el depósito abollado y raspado, sin el guardabarros delantero ni el foco. Me metí las manos en los bolsillos y tanteé los dos duros. También podía comprar algún cigarrillo suelto para invitar a la basca a fumar. Podía mejor decirle a Ceci que se viniese conmigo al cine a ver el programa doble no sé qué de capitán de fragata y Chacal, que esa sí que molaba. Pero era más divertido colarse el sábado por la mañana que no trabajaba Aparicio y la Clement ni se enteraba de lo que pasaba bajo su taquilla. No sé cómo es posible que cada sábado, con la misma paciencia que ese santo al que tostaron en la parrilla, esperase a que el tartaja de Manolo acabase de preguntar cuánto costaba la entrada y de que iban las películas mientras los demás nos colábamos.
Me sudaban las manos y tenía la boca seca. Apartaba los pensamientos y las imágenes como si fuesen telones con decorados de teatro pero no lograba estabilizar las pulsaciones del corazón. Podía tomar una coca-cola o comprar un helado donde el pipero. Pasé las primeras chabolas y me metí en el pinar para cruzar la carretera dirección a los “chalets”. La panda del Moro andaba jugando con la goma del agua de una de las bocas de riego que alguna vez, hace años según mamá, mojaban un césped gramoso donde se podía jugar al fútbol sin dejarse las rodillas. Todos se mojaban bajo la lluvia artificial y las piernas empezaban a cubrírseles de un barro pardusco y lechoso.
Rodeé los “chalets” hasta llegar a Casa Domi. El abuelo empaquetaba pipas de calabaza y de girasol en los sobres amarillos. Tenía de todo: las bolas, las pastillas de leche de burra, los supositorios, canicas de mármol, cromos, caretas, globos, helados... grandes, más grandes y enormes; de chocolate, de fresa, de nata y de vainilla. Pedí uno enorme de chocolate y me relamía mientras le veía aguar la cuchara. “Enorme”, le volví a repetir mientras dejaba sobre el cajón de madera los dos duros ardientes. Llenó el cucurucho con copete y corrí con el helado rodeando de nuevo los “chalets” hasta llegar a los pinos. Me senté sobre la tamuja y lamí aquel chocolate con los ojos cerrados para sacarle más sabor. Durante unos minutos el mundo me parecía un lugar apetecible, incluso deseable. Mordisqueé el barquillo con su inconfundible aroma de canela y empecé con la mezcla de sabores. En un pis-pas el helado había desaparecido y, con él, la satisfacción de unos momentos mágicos.
Procuré limpiarme lo mejor posible y bajé hacia casa. Nada más entrar, justo cuando los ojos empezaban a acostumbrarse a la penumbra del interior de la chabola, sentí como unos dedos engarfiados en mis cabellos me levantaban del suelo. Me aferré a esa mano llagada con la esperanza de no escuchar el chasquido del látigo de cuero. El crujido no tardó en llegar y mis uñas se hicieron navajas. Instantes después la mano me soltó temblorosa y caí al suelo sin siquiera pronunciar un solo lamento. A mi alrededor diez ojitos amarillos me recriminaban la falta de comida.
Salí corriendo y no sé como pude atravesar el laberinto de cartones y chapas, y los rugidos de la carretera, ni sé dónde estaba cuando me dejé caer de rodillas, exhausto, frente a aquel charco de agua pardusca ante el que me pregunté quién estaba mirándome desde aquellos ojos reflejados poseedores de un bruñido maligno. Pero sí sé que en ése mismo instante comprendí que nunca, a lo largo de la que fuese mi vida, iba a privarme de nada.

            ESTEBAN GUTIÉRREZ 'BACO'
BLOG DEL AUTOR: BACOVICIOUS


           
           

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