jueves, 16 de febrero de 2012

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL TUMBLR. José Ángel Barrueco




2011. Un día cualquiera:
Me levanto de la cama con entusiasmo, aunque a menudo haya dormido menos de seis o siete horas. Me digo: “¡Venga, tío, tienes que actualizar el blog y eso mola!”, y después de la ducha me pongo a ello. Le cuento al mundo, mediante mi bitácora, lo que me agrada y lo que me emociona (jamás lo que detesto o me incomoda). Más tarde consulto el correo electrónico: los e-mails de amigos, de lectores, de colegas, de editores, los boletines de noticias y las newsletter de las editoriales. Dispongo de dos direcciones para la correspondencia electrónica, lo que significa que a mi nombre están registradas dos cuentas de e-mail, o sea dos buzones para las cartas. Recibo a diario muchos mensajes, y las cartas digitales son como los pasteles: si comes pocos, te quedas con ganas; si comes demasiados, te empachas. Luego preparo el café: si hay cápsulas de ésas que anuncian George Clooney y John Malkovich, las machaco y el líquido sale en seguida; si no, recaliento el café en el microondas, pasándome por el forro eso de “Café hervido, café perdido”. El microondas tarda un minuto en hacer su trabajo. Probablemente me origine un cáncer, pero de momento gano tiempo. Vuelvo al ordenador. Consulto los periódicos digitales sin gastarme un céntimo ni bajar al kiosco. Compruebo cómo va el Lphant (aclaro, para profanos: es una variante del eMule). Enciendo el móvil. Al rato me llama mi chica. O alguien me envía un sms. Paseo un rato por Facebook. Porque Blogger, Hotmail y Facebook son mis armas. Mis vías de contacto. Paso de Twitter, paso de Tumblr, paso del Fotolog... Me registré a MySpace, pero es una boñiga. No puedo con todo. Pero siempre estoy atado a Google, soy del verbo “googlear”. Google es Dios y Lucifer al mismo tiempo. Sus bendiciones me entran por el ojo derecho y sus maldiciones por el ojo izquierdo: que el Diablo bendiga a Google. A veces abro el Spotify y escucho temas rockeros on line. El rock me proporciona las vitaminas adecuadas para enfocar la jornada. Escucha el “T. B. Sheets” de Van Morrison, si no me crees. Luego consulto algún pdf que me hayan enviado. Abro el Word para continuar escribiendo una novela o un cuento, o esta especie de relato autobiográfico, o lo que sea. A media mañana entro en las librerías digitales y consulto las novedades: si venden ya cierto libro, por la tarde salgo y lo compro en Fnac. Y ya no hablemos de revisitar el porno: archivos en jpeg, avi, streaming… Un lujo, oiga. El hipermercado del sexo visual. Por la noche, cuando está mi chica en casa, ponemos alguna película o un episodio de una serie en el reproductor de dvd. Pienso en mis abuelos y en sus caras de perplejidad si estuvieran vivos y les hablara de esto: esta jerga que casi parece un resumen de blasfemias o el discurso de un oncólogo. Es probable que menearan la cabeza y dijeran que tenemos demasiadas cosas, demasiadas posesiones, que hemos cambiado el contacto humano por el tecnológico.  



flashback






1991. Un día cualquiera:
Me levanto de la cama sin ningún entusiasmo. Me toca ir al puto instituto, y eso me motiva tanto como ir al dentista. Por esa razón, remoloneo. Y ni siquiera me da tiempo ni a desayunar. Si desayunara, tendría que calentar el café o el té o el Cola-Cao en un cazo. En las clases me aburro. Un profesor de informática nos enseña no sé qué programa, pero parece ciencia-ficción. Ni siquiera hemos oído jamás la palabra “internet”, que suena a novela de espías. En clase tiramos de Bic y folio blanco. Años después iré a la Facultad de Periodismo con una prehistórica máquina de escribir bajo el brazo, requisito indispensable para las clases de Redacción, que los chavales de hoy reciben tecleando sus ordenadores portátiles. Veo a mi novia entre clase y clase. La única forma de comunicarme con ella es así: cara a cara. En casa no tenemos teléfono, ni siquiera teléfono fijo. Para llamarla a ella o a los amigos tengo que bajar a la calle y usar la cabina de teléfonos de la esquina, cerca de la cual siempre merodean yonquis y perturbados. Escribo en casa, a mano, poemas de mierda que pretenden ser de amor, o narraciones fantásticas que nunca entregué al fuego. La gente siempre me dice: “¿Y si quiero localizarte? ¿Cómo hago para localizarte, si hay algo urgente?”. Ya te respondo: sencillamente, no puedes. Tendré que joderme. O te llamaré yo: “Oye, ¿ha habido cambio de planes?”, y tú dirás que no, y yo habré gastado veinticinco pesetas en una llamada absurda y estúpida, en una máquina que a menudo me estafa y se traga monedas de cien pesetas como si fueran gominolas. Si quiero saber algo del mundo, tendré que comprar el periódico. Un gasto inútil porque sólo me interesan las secciones de Cultura y Espectáculos. A menudo recibo cartas. Sí, sí, cartas. De las de toda la vida: su sello, su sobre y el lote entero. Cartas de amigos que viven lejos y no tienen otra manera de comunicarse conmigo. Por la tarde escucho discos de vinilo, tan rayados que a veces suenan al maíz que quemaba mi abuela en la sartén para hacernos palomitas; son discos por los que me han cobrado una pasta. Cuando voy a las librerías, y dado que vivo en una ciudad pequeña, sólo veo el best-seller nacional de turno y la última obra del poeta local en las mesas de novedades. No me entero de nada. Lo más complicado es el suministro de porno: hay que ir al kiosco y comprarle la revista al sombrío vendedor con cara de psicópata y sortear a los conocidos y esconderla bajo el abrigo y rebasar cien fronteras sin que te atrapen. Te han hecho creer que llevar el Playboy no es muy distinto a ocultar un cadáver en el maletero. Por la noche pongo casetes de vhs en el vídeo, que por lo general se atasca y los mastica, como cuando éramos niños y el aparato de música del Lancia escupía las cintas igual que si fueran espaguetis. A veces les presto esas películas a los colegas y me las devuelven con un parche: “El vídeo se comió la cinta y tuve que unirla con celofán en este punto”, me dicen, los bastardos. Necesito consultar un dato, pero la biblioteca está cerrada y los buscadores no existen, así que me jodo y bailo. Leo muchos libros y no se lo puedo contar más que a dos o tres personas. Veo la cartelera de cine de otras ciudades, repleta de películas que aquí jamás se estrenarán y sólo podré ver algún día lejano, cuando salgan en alquiler y tenga que pillarlas en el videoclub. Menuda vida, ¿eh? Bien, pues déjame ahora que regrese al futuro y a sus comodidades tecnológicas. No sé tú, pero yo me largo al párrafo anterior, donde están la movida y el amor en los tiempos del Tumblr.      

 JOSÉ ÁNGEL BARRUECO
BLOG DEL AUTOR: ESCRITO EN EL VIENTO

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